GABO
Gabriel García Márquez, autor de "Cien años de soledad", acaba de cumplir 87 años.
A 356 km al noreste de Lima, en la casa de mi infancia, siempre hay una cama lista y un libro que me espera: “Cien años de soledad”. En frías madrugadas, sepultado por abrigadoras frazadas artesanales de lana de oveja y fragancia de eucalipto, o bien, a la luz de un sol no menos abrigador y acogedor, sentado en el pasto de Ocopata –a un kilómetro del pueblo- siempre repito el mismo rito: leer la novela más celebre escrita en idioma español en el siglo XX. Rodeado de verdor y mejor todavía si tengo al alcance de mi mirada, en cada pausa, la albura solitaria del Huacshash, la lectura adquiere una significación no menos memorable tanto por lo que leo como por lo que veo. En suma, se trata de un privilegio de la vista y de la imaginación (que es la verdadera vista de los seres que escriben y leen).
Huérfano es el nombre de la montaña y su presencia embellece siempre la mañana. Pues la montaña, igual que el mar, es la misma y es diferente cada día. Pero son dos presencias naturales que rodean a la ciudad de Cajatambo, dos apus tutelares: San Cristóbal y Huacshash.
De manera que mis ojos siempre se alegran cada vez que se encuentran con el San Cristóbal y el Huacshash. Pero con la historia de los Buendía más que alegría siento una especie indefinible de entrañable desasosiego. Una bella agonía que me dice que sin palabras no hay vida ni memoria (que es la prolongación de la vida).
Aquellos días además sirven para recordarme que también yo, del mismo modo que mis amigos, pude alquilar mis dones y mi saber para vivir de, y para, las universidades, dentro o fuera del país. Pero en mi caso es este, el país de la papa de Paca o del maíz de Utcas, el que quiero y prefiero. Y por eso mismo, si escribo, me digo, debo hacerlo como si estuviera allí donde prescindí estar, y no aquí. Y hasta mejor.
Para corroborar tamaña pretensión, me digo, que mejor prueba de que la pasión por los libros y por la literatura desborda sacramentos curriculares que la vida y la trayectoria de Gabriel García Márquez: ni doctor, ni licenciado, sino simplemente creador.
El 6.3.2014, contra el silencio y la ausencia habitual que cautela su gloria, el autor de “Cien años de soledad” después de algún tiempo apareció en la puerta de su casa en Ciudad de México para agradecer el saludo de los periodistas que, sintiéndose indignos de serlo de no hacerlo, fueron a felicitar al maestro por su 87 cumpleaños.
Su aparición, por cierto, resulta mucho más grata y significativa luego que uno de sus hermanos hace un par de años anunciara que el más legendario de los Gracía Márquez padecía de demencia senil. Es decir, que García Márquez, estaba peor que Fidel Castro: viejo y sin poder, en su caso, hablar.
Ocurre que no es fácil leer “Cien años de soledad” y pensar que su autor envejece enclaustrado y desprovisto de recuerdos, fuera del alcance de sus lectores y de sus admiradores, resignados a suponerlo –igual que Fidel- muerto en vida. Solo esperando, muy a su pesar, la hora del espectáculo funéreo.
Por todas esas y muchas otras cosas más, cómo dice una canción navideña, es grato ver estas dos imágenes que –bien se sabe- hablan por si solas.